lunes, 12 de diciembre de 2011

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE


12 de diciembre



En diciembre de 1531, diez años después de tomada la ciudad de Méjico por Cortés, caminando el indito  Juan Diego por el rumbo del Tepeyac -colina que queda al norte de la metrópolii-, oyó  que le llamaban dulcemente. Era una hermosísima Señora, que le habló con palabras de excepcional ternura y deli cadeza y que le dijo: «Yo soy la siempre virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive", y le pidió que fuera al obispo (Zumárraga) para contarle cómo ella deseaba que allí se le alzara un templo. El obispo, con muy católica prudencia, le respondió que pidiera a la Señora alguna prueba de su mensaje. Obtúvola Juan Diego : unas rosas y otras flores que en pleno invierno y en la cumbre estéril cortó él por mandato de la Señora y recogió en su tilma o ayate -suerte de capa de tela burda que, atada al cuello, usaban los indios más humildes- ; y, al extender ante el obispo Zumárraga la tilma, cayeron las flores y apareció en ella pintada la imagen de la Virgen.

   Ese mismo ayate es el que se venera en nuestra basílica de Guadalupe. Sus dos piezas están unidas verticalmente al centro por una tosca costura; lo menos adecuado y elegible humanamente para pintar una efigie de tan benigna y encantadora suavidad, que  por cierto mal puede apreciarse en las múltiples copias que corren por el mundo. Lo mejor es, modernamente, la directa fotografía a colores. Técnicos en esta y otras novísimas especialidades afines han estudiado con asombro, en nuestros días, la pintura original, como antaño la estudiaron el célebre Miguel Cabrera o el cauteloso investigador Bartolache.

   Un contemporáneo de las apariciones, don Antonio Valeriano, indio de noble ascendencia y de relevante categoría intelectual y moral, alumno fundador del colegio franciscano de Tlalateloco hacia 1533, narra el milagro según lo conocemos. Su relato, en lengua náhuatl, desígnase -como las encíclicas- por las palabras conn que empieza: Nicam Mopohua. El manuscrito autógrafo perteneció a don Fernando de Alba Ixtlixóchitl, pasó luego a poder del sabio Sigüenza y Góngora -quien da memorable testimonio jurado de su autenticidad- y fue reproducido en letra de molde por Lasso de la Vega en 1649, incorporándolo en el volumen náhuatl que conocemos por sus primeras palabras: Huei Tlamahuizoltica. Este volumen fue traducido en su integridad al castellano en 1926 por don Primo Feliciano Velázquez y publicado a doble página -fotocopia de la edición azteca y versión española- por la Academia Mejicana de Santa María de Guadalupe. Hay nueva edición, de 1953, bajo el título de mi estudio Un radical problema guadalupano, donde se escudriña con rigor la autenticidad del Nican Mopohua, el más antiguo relato escrito de la "antigua, constante y universal " tradición mejicana.

   Esta, lejos de oscurecerse o arrumbarse al paso del tiempo, se ha robustecido con los modernos y exigentes estudios críticos, que, sobre todo a partir del cuarto centenario (1931), han desvanecido objeciones y confirmado la historicidad de lo que el pueblo mejicano viene proclamando, desde los orígenes hasta hoy, con un plebiscito impresionante.

   Porque el caso de nuestra Virgen de Guadalupe es singular. En otros países católicos hay diversas advocaciones de gran devoción -digamos las Vírgenes del Pilar, o de Covadonga, o de Montserrat en España-, pero que tienen mayor o menor ímpetu y arraigo según las zonas geográficas o las inclinaciones personales; mas ninguna de ellas concentra la totalidad de la nación en unidad indivisible, y ninguna de ellas -como tampoco la de Lourdes, en Francia, ppor ejemplo- viene a ser el símbolo indiscutido de la patria. Y en Méjico así es. A tal punto, que hasta un liberal tan notorio como don Ignacio Manuel Altamirano llegó a estampar: "El día en que no se venere a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no sólo la nacionalidad mejicana, sino hasta el recuerdo de los moradores de la Méjico actual."

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